Citando Mein kampf, A. Hitler

COMENTARIO:
Adolf Hitler es uno de esos "monstruos" del siglo XX. Creo que es importante acercarse a esos monstruos para conocerlos más allá del mito sin disfrazarlos con nuestros miedos; además de que conocer la historia nos ayuda a no repetir errores.

¡Dale un recorrido a los pensamientos de Hitler entre 1924 y 1926! 


CITAS A PARTIR DE AQUÍ:



Yo seguía viendo en el judío sólo la cuestión confesional y por eso, fundándome en razones de tolerancia humana mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de un gran pueblo el tono de la prensa antisemita de Viena.



Sentí escalofríos cuando por primera vez descubría así en el judío al negociante, desalmado calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la gran urbe.
Desde entonces no pude más y nunca volví a tratar de eludir la cuestión judía; por el contrario, me impuse ocuparme en delante de ella. De este modo, siguiendo las huellas del elemento judío a través de todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, tropecé con él inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer:
¡Judíos eran los dirigentes del partido socialdemócrata!
Con esta revelación debió terminar en mi un proceso de larga lucha interior.



ASI CREO AHORA ACTUAR CONFORME A LA VOLUNTAD DEL SUPREMO CREADOR: AL DEFENDERME DEL JUDÍO LUCHO POR LA OBRA DEL SEÑOR.



Tengo la evidencia de que en general el hombre, excepción hecha de casos singulares de talento, no debe actuar en política antes de los 30 años,
porque hasta esa edad se está formando en su mentalidad una plataforma desde la cual podrá él analizar los diversos problemas políticos y definir su posición frente a ellos. Sólo entonces, después de haber adquirido una concepción ideológica fundamental y con ella logrado afianzar su propio
modo de pensar acerca de los diferentes problemas de la vida diaria, debe o puede el hombre, conformado por lo menos así espiritualmente, participar en la dirección política de la colectividad en que vive.
De otro modo corre el peligro de tener que cambiar un día de opinión en cuestiones fundamentales o de quedar —en contra de su propia convicción— estratificado en un criterio ya relegado por la razón y el entendimiento.



Seguramente en aquellos tiempos, me había ocupado de política más que muchos otros, sin embargo, tuve el buen cuidado de no actuar en ella; me concretaba a hablar en círculos pequeños abordando temas que me subyugaban y que eran motivo de mi constante preocupación. Este modo de actuar en ambiente reducido tenía en sí mucho de provechoso, porque si bien es cierto que así aprendía menos a «discursear» en cambio, llegaba a conocer a las gentes en su moralidad y en sus concepciones, a menudo infinitamente primitivas. 



¿O es que la misión del gobernante —en lugar de radicar en la concepción de ideas constructivas y planes— consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de ellos una bondadosa aprobación?



Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse: es la de que tampoco en este caso una mayoría estará capacitada para sustituir a la personalidad en el gobierno. La mayoría no sólo representa siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.



El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el sentido malo de la expresión y sólo así también consiguen los verdaderos agitadores permanecer cautelosamente en la retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una responsabilidad personal. Ninguna medida, por perniciosa que fuese para el país, pesará entonces sobre la conducta de un bribón conocido por todos, sino sobre la de toda una fracción parlamentaria.



Según esto, la lucha será sostenida por medios «legales» mientras el poder que se combate no utilice otros; pero no habrá que vacilar ante el recurso de los medios ilegales si es que el opresor mismo se sirve de ellos.



La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas, pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.



Si uno se preguntase, cuáles son en realidad las fuerzas que crean o que, por lo menos, sostienen un Estado, podríase, resumiendo, formular el
siguiente concepto: Espíritu y voluntad de sacrificio del individuo en pro de la colectividad. Que estas virtudes nada tienen de común con la economía, fluye de la sencilla consideración de que el hombre jamás va hasta el sacrificio por esta última, es decir, que no se muere por negocios, pero sí por ideales.



Las fluctuaciones de la historia universal daban la impresión de haber llegado a un grado tal de aplacamiento, que bien podía creerse que el futuro pertenecía realmente sólo a la «competencia pacífica de los pueblos» o lo que es lo mismo, a una tranquila y mutua ratería con exclusión métodos violentos de defensa.



¿Por qué no nací unos cien años antes, V. Gr. En la época de las guerras libertarias, en que el hombre valía realmente algo, aún sin tener un «negocio»?



Todo intento de combatir una tendencia ideológica por medio de la violencia está predestinado al fracaso, a menos que la lucha no haya asumido el carácter de agresión en pro de una nueva concepción espiritual. Sólo cuando están en abierta lucha dos ideologías, puede el recurso de la fuerza bruta, empleada con persistencia y sin contemporización alguna, lograr la decisión a favor de la parte a la cual sirve



La masa del pueblo es incapaz de distinguir dónde acaba la injusticia de los demás y dónde comienza la suya propia.



[...] odiaba profundamente a toda esa caterva de miserables y defraudadores políticos partidistas. Hacía mucho tiempo que veía claramente que la obra de esa camada de individuos no buscaba en realidad el bienestar de la nación, sino simplemente el propósito de llenar sus bolsillos vacíos.



Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas.
Desde el día en que me vi ante la tumba de mi madre, no había llorado jamás. Cuando en mi juventud el destino me golpeaba despiadadamente, mi espíritu se reconfortaba; cuando en los largos años de la guerra, la muerte
arrebataba de mi lado a compañeros y camaradas queridos, habría parecido casi un pecado el sollozar ¡morían por Alemanía! Y cuando finalmente, en los últimos días de la terrible contienda, el gas deslizándose imperceptiblemente, comenzara a corroer mis ojos y yo, ante la horrible idea de perder para siempre la vista, estuviera a punto de desesperar, la voz de la conciencia clamó en mí: ¡Infeliz! ¿llorar mientras miles de camaradas sufren cien veces más que tú? Y mudo soporté mi destino. Pero ahora era diferente, porque ¡todo sufrimiento material desaparecía ante la desgracia de la patria!



Guillermo II había sido el primero que, como emperador alemán, tendiera la mano conciliadora a los dirigentes del marxismo, sin darse cuenta de que los villanos no saben del honor. Mientras en su diestra tenían la mano del Emperador con la izquierda buscaban el puñal.
Con los judíos no caben compromisos; para tratar con ellos no hay sino un «sí» o un «no» rotundos.
¡Había decidido dedicarme a la política!



El objetivo por el cual tenemos que luchar es el de asegurar la existencia y el incremento de nuestra raza y de nuestro pueblo; el sustento de sus hijos y la conservación de la pureza de su sangre; la libertad y la independencia de la patria, para que nuestro pueblo pueda llegar a cumplir la misión que el Supremo Creador le tiene reservada.



un ejército falto de espíritu nacional, queda eternamente reducido a la condición de una fuerza de policía que no representa una tropa capaz de enfrentarse con el enemigo.



 La prensa, ante todo, debe ser objeto de una estricta vigilancia, porque la influencia que ejerce sobre esas gentes es la más eficaz y penetrante de todas, ya que no obra transitoriamente, sino en forma permanente. 



Los pecados contra la sangre y la raza constituyen el pecado original de este mundo y el ocaso de una humanidad vencida.



En todos los casos, donde se trata de llenar necesidades o cometidos aparentemente imposibles, se impone concentrar la atención completa de un pueblo hacia el problema en cuestión, presentándolo tal como si de su solución dependiese el ser o el no ser. Sólo así podrá un pueblo hacerse capaz y apto para la realización de esfuerzos y de hechos verdaderamente eminentes. Este principio tiene también su validez para el individuo en particular, siempre que aspire a grandes cometidos.



La educación, por ejemplo, debe tender a que el tiempo libre de que dispone el educando sea empleado en un provechoso entrenamiento físico. A esa edad no tiene él derecho alguno a barloventear por calles ni cinemas, sino que debe dedicarse, aparte de sus cotidianas labores, a fortalecer su joven organismo para que, cuando un día ingrese en la lucha por la existencia, la realidad de la vida no lo encuentre desprevenido. Encaminar y realizar, orientar y dirigir: esa es la tarea de la educación para la juventud y su rol no
consiste exclusivamente en insuflar sabiduría. Es también su cometido anular la concepción errónea de que el ejercicio físico es cuestión personal de cada uno. No existe la libertad de pecar a costa de la progenie y con ello, de la raza.



¿Qué sentimiento de humanidad es ese según el cual por no hacer daño a uno solo se deja que otros cien sucumban…? El imperativo de hacer imposible a los seres defectuosos la procreación de una descendencia también defectuosa, es un imperativo de la más clara razón y significa, en su
aplicación sistemática, la más humana acción de la humanidad. Ahorrará sufrimientos a millones de seres inocentes y determinará finalmente para el porvenir un mejoramiento progresivo. Se deberá proceder sin piedad, si el caso lo requiere, al aislamiento de enfermos incurables, bárbara medida para el infeliz afectado, pero una bendición para sus contemporáneos y para la posteridad.



La característica de esta época, es pues, la siguiente: no se conforma con traer impurezas, sino que por añadidura vilipendia también todo lo realmente grande del pasado. Ya al terminar el siglo XIX, casi en todos los dominios del Arte, principalmente en los ramos del teatro y de la literatura, se produjeron ya muy pocas obras de importancia y se solía más bien degradar lo bueno de tiempos pasados, presentándolo como mediocre y superado.



Esas ciudades no son otra cosa que un hacinamiento de enormes bloques de viviendas de alquiler, y nadie podrá sentir cariño por una ciudad que no ofrece un mayor atractivo que otra similar, carente de toda nota propia y en la cual se prescindió de todo cuanto representa arte.



Mientras nuestras dos confesiones cristianas (la católica y la evangélica) mantienen misiones en Asia y Africa, con el objeto de ganar nuevos prosélitos, esto es, empeñados en una actividad de modestos resultados frente a los progresos que realiza allá el mahometismo, pierden en Europa mismo millones y millones de adeptos convencidos, los cuales se hacen en absoluto indiferentes a la vida religiosa, o van por su propio camino.



Por eso la acometida dirigida contra los dogmas se asemeja mucho a la lucha contra los fundamentos legales del Estado; y del mismo modo que esta lucha
acabaría en una anarquía estatal completa, la acción antidogmática tendría por resultado un nihilismo religioso, carente de todo valor.



Lo que el pueblo alemán le debe al ejército se resume en una sola palabra: todo.



La última y la más profunda razón que determinó la ruina del Imperio, residía en el hecho de no haber reconocido oportunamente la trascendencia que tiene el problema racial en el porvenir de los pueblos.



Hay verdades que están tan a la vista de todos que, precisamente por eso, el vulgo no las ve o por lo menos no las reconoce.



Si se dividiese la Humanidad en tres categorías de hombres: creadores, conservadores y destructores de cultura, tendríamos seguramente como representante del primer grupo sólo al elemento ario.



El antípoda del ario es el judío.



«Propagarse» es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición.



La pérdida de la pureza de la sangre destruye para siempre la felicidad interior; degrada al hombre definitivamente y son fatales sus consecuencias físicas y morales.



 En efecto, lo remarcable en todas las grandes reformas consiste siempre en que el campeón de la idea es uno solo, en tanto que son millones los sostenedores de la misma. Su aspiración es a menudo, ya desde siglos atrás, un ferviente deseo de cientos de miles, hasta que llega el día en que aparece el hombre que proclama ese querer colectivo y que, encarnando una nueva vida, conduce a la victoria al viejo anhelo.



Desde el punto de vista netamente militar, será de fácil comprensión, [...], el hecho de que una guerra exterior no puede ser factible con batallones de estudiantes, sino que además de los cerebros de un pueblo, es menester también de sus puños.



En una asamblea popular no es el mejor aquel orador que espiritualmente se acerca más a los auditores de la clase pensante, sino aquél que sabe conquistar el alma de la muchedumbre.



 [...] un golpe de Estado no puede considerarse triunfante por el solo hecho de que los revolucionarios se apoderen del gobierno, sino
sólo cuando de la realización de los propósitos y objetivos, [...], surge para la nación un bienestar mayor que en el régimen anterior; [...]



Quien sea Führer, tendrá que llevar junto a su ilimitada autoridad suprema, la carga de la mayor y de la más pesada de las responsabilidades.



9.º Nuestro movimiento no ve su cometido en la restauración de una forma determinada de gobierno en oposición a alguna otra. Sino en el establecimiento de aquellos principios fundamentales, sin los cuales, ni monarquía ni república pueden contar con una existencia garantizada. No es su intención fundar una monarquía o consolidar una república, sino crear un Estado germánico.



c) Así como un ejército sin jefes, sea cual fuese su sistema, carece de eficacia, así también es inútil una organización política no dotada de su respectivo Führer.
Para ser el Führer se requiere capacidad, no únicamente entereza, sin olvidar no obstante que debe darse mayor importancia a la fuerza de voluntad y de acción que a la genialidad en sí. Lo ideal pues será la conjunción de las condiciones de capacidad, decisión y perseverancia.



11.º El futuro de un movimiento depende del fanatismo, si se quiere, de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa como la única justa y la
impongan frente a otros movimientos de índole semejante. 
Es un gran error creer que la potencialidad de un movimiento se acreciente por efecto de la fusión con otro movimiento análogo. Ciertamente toda expansión en este orden significa numéricamente un aumento, dando al observador superficial la impresión de haberse vigorizado también el poder
del movimiento mismo; pero la verdad, es que éste se adjudica los gérmenes de un debilitamiento que no tardará en hacerse manifiesto.
La magnitud de toda organización poderosa que encarna una idea, estriba en el religioso fanatismo y en la intolerancia con que esa organización, convencida íntimamente de la justicia de su causa, se impone sobre otras corrientes de opinión. Si una idea es justa en el fondo y así armada inicia su lucha, será invencible en el mundo: toda persecución no conducirá sino a aumentar su fuerza interior.



13.º Nuestro movimiento está obligado a fomentar por todos los medios el respeto a la personalidad. No debe olvidarse que el valor de todo lo humano radica en el valor de la personalidad; que toda idea y que toda acción son el fruto de la capacidad creadora de un hombre y que, finalmente, la admiración por la grandeza de la personalidad, representa no sólo un tributo de reconocimiento para ésta, sino también un vínculo que une a los que sienten gratitud hacia ella.
La personalidad es irreemplazable.



En mi vocabulario no regían las palabras: «no es posible» o «será imposible», «no debe aventurarse», «es todavía muy peligroso», etc.



Y junto al resurgimiento que veía venir, se levantaba inexorable, contra el perjurio del 9 de noviembre de 1918, la diosa de la venganza.



La concepción política corriente en nuestros días, descansa generalmente sobre la errónea creencia de que, sin bien se le pueden atribuir al Estado energías creadoras y conformadoras de la cultura, el mismo, en cambio, nada tiene de común con premisas raciales, sino que podría ser más bien considerado como un producto de necesidades económicas o, en el mejor de los casos, el resultado natural del juego de fuerzas políticas.



No es el Estado en sí el que crea un cierto grado cultural; el Estado puede únicamente cuidar de la conservación de la raza de la cual depende esa
cultura.
En consecuencia, es la raza y no el Estado lo que constituye la condición previa de la existencia de una sociedad humana superior.



Nosotros los nacionalsocialistas, sabemos que, debido a este modo de pensar, estamos colocados en el mundo actual en un plano revolucionario y
llevamos, por tanto, el sello de esta revolución. Mas, nuestro criterio y nuestra manera de actuar, no deben depender, en caso alguno, del aplauso o de la crítica de nuestros contemporáneos, sino, simplemente, de la firme adhesión a la verdad, de la cual estamos persuadidos. 



Un estado de concepción racista, tendrá en primer lugar, el deber de librar al matrimonio del plano de una perpétua degradación racial y consagrarlo como la institución destinada a crear seres a la imagen del Señor y no monstruos, mitad hombre, mitad mono.
 Toda protesta contra esta tesis, fundándose en razones llamadas humanitarias, están en una abierta oposición con una época en la que, por un lado, se da a cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual supone imponer a sus descendientes y a los contemporáneos de éstos indecibles penalidades, en tanto que, por el otro, se ofrece en droguerías y hasta en puestos de venta ambulante, los medios destinados a evitar la concepción en la mujer, aún tratándose de padres completamente sanos. En el Estado actual de «orden y tranquilidad», es pues un crimen ante los ojos de las famosas personalidades nacional-burguesas el tratar de anular la capacidad de procreación de los sifilíticos, tuberculosos, tarados atávicos, defectuosos y cretinos; inversamente, nada tiene para ellos de malo ni afecta a las «buenas costumbres» de dicha sociedad, constituida de puras apariencias y miope por inercia, el hecho de que millones de los más sanos restrinjan prácticamente la natalidad.



El Estado tiene que poner los más modernos recursos médicos al servicio de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y atávicamente tarado, y como tal, susceptible de seguir trasmitiendo por herencia sus defectos, debe ser declarado inepto para la procreación y sometido al tratamiento práctico. Por otro lado, el Estado tiene que velar por que no sufra restricciones la fecundidad de la mujer sana como consecuencia de la pésima administración económica de un régimen de gobierno que ha convertido en una maldición para los padres la dicha de tener una prole numerosa.



El Estado tiene que persuadir al individuo, por medio de la educación, de que estar enfermo y endeble no es una afrenta, sino simplemente una desgracia digna de compasión; pero que es un crimen y por consiguiente, una afrenta, infamar por propio egoísmo esa desgracia, trasmitiéndola a seres inocentes.



Fundándose en esta convicción, el Estado racista no particulariza su misión educadora a la mera tarea de insuflar conocimientos del saber humano. No, su objetivo consiste, en primer término, en formar hombres físicamente sanos.
Seguidamente, en segundo plano, está el desarrollo de las facultades mentales y aquí, a su vez, en el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión, habituando al educando a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos. Como corolario viene la instrucción científica.
El Estado racista debe partir del punto de vista de que un hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque.



Tendrá que velar, ante todo, porque no se forme una generación de sedentarios. La escuela, en el Estado racista, deberá dedicar a la educación física infinitamente más tiempo del actualmente fijado.



El tipo humano ideal que busca el Estado racista, no está representado por el pequeño moralista burgués o la solterona virtuosa, sino por la retemplada encarnación de la energía viril y por mujeres capaces de dar a luz verdaderos hombres. 



Este sentimiento de confianza en sí mismo, tiene que ser inculcado desde la niñez. Toda la educación y la instrucción del joven deben estribar en la tarea de cimentar la convicción de que en ningún caso él es menos que otros. 



El objetivo principal de la instrucción militar tendrá que ser, empero, el mismo que otrora constituyera el mayor mérito del antiguo ejército: el lograr que esa escuela haga del joven un hombre; allí no aprenderá a obedecer solamente, sino a adquirir asimismo las condiciones que lo capaciten para poder mandar un día. Deberá aprender a callar no sólo cuando se le reprenda con razón, sin también —si es necesario— en el caso inverso.



Análogamente al procedimiento que se emplea con el muchacho, el Estado racista puede orientar la educación de la muchacha, partiendo de puntos de vista iguales. También en este caso tiene que recaer la atención ante todo sobre el entrenamiento físico; inmediatamente después, conviene fomentar las facultades morales y por último las intelectuales.
La finalidad de la educación femenina es inmutablemente, moldear a la futura madre.



Por cierto que en una guerra ese prurito de hablar puede conducir a la pérdida de batallas y a contribuir así notablemente al desenlace desfavorable de la contienda.



El Estado racista, en consecuencia, al lado del trabajo de entrenamiento corporal debe dar, dentro de su labor educativa, una máxima significación a la formación del carácter. Numerosos defectos morales que en la actualidad pesan sobre nuestro pueblo, podrían ser, si no extirpados completamente, por lo menos atenuados en gran parte, gracias a las ventajas de un sistema de educación bien orientado.



Aquél que exige previamente del destino la garantía del éxito, renuncia desde luego al mérito de una acción heroica, ya que ésta estriba precisamente en la persuasión de que, ante el peligro fatal de una situación dada, se opta por el paso que quizás pudiera resultar salvador.



En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no prescindir del estudio de la época clásica. La historia romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.



Es lógico que esta república goce de simpatías en el resto del mundo; un débil es siempre más agradable para los que de él se sirven, que un espíritu fuerte. 



El tercer aspecto a considerar en lo concerniente a la instrucción es este: También la ciencia tiene que servir al Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo nacional. Se debe enseñar desde este punto de vista no sólo la historia universal, sino toda la historia de la cultura humana. No bastará que un inventor aparezca grande únicamente como inventor, sino que debe aparecer todavía más grande como hijo de su nación. La admiración que inspira todo hecho magno, debe transformarse en el orgullo de saber que el promotor del mismo fue un compatriota. Del innumerable conjunto de los grandes hombres que llenan la historia alemana, se impone seleccionar los más eminentes para inculcarlos en la mente de la juventud, de tal modo que esos nombres se conviertan en columnas inconmovibles del sentimiento nacional.



Esto encontrará un día su expresión en forma de una gradación sabiamente limitada de los salarios, de tal suerte que hasta el último de los que trabajen honradamente pueda contar en todo caso, como ciudadano y como hombre, con una existencia honesta y ordenada.
Y qué no se diga que éste sería un estado de cosas ideal, impracticable en el mundo en que vivimos, e imposible de ser jamás logrado.
Tampoco nosotros somos tan ingenuos como para creer que se podría llegar a crear una época exenta de anomalías.



[...] por la misma razón que no se puede renunciar a los tribunales de justicia, porque estos incurren en errores, ni menos detestar los medicamentos porque, pese a ellos, siguen existiendo enfermedades.
Cuidese mucho de saber apreciar debidamente la fuerza de un ideal.



El Estado nacionalsocialista clasifica a sus habitantes en tres grupos: Los ciudadanos, los súbditos y los extranjeros.



La joven alemana tiene la condición de súbdito y adquiere el derecho de ciudadanía por virtud del matrimonio. El Estado puede también conceder este
derecho a las mujeres alemanas que vivan del ejercicio autorizado de una profesión u oficio.



La ideología nacionalsocialista, tiene que diferenciarse fundamentalmente de la del marxismo en el hecho de reconocer no sólo el valor de la raza, sino también la significación de la personalidad, constituyendo ambas las columnas básicas de toda la estructura de su construcción.



En cámara ni senado alguno, tendrá lugar jamás una votación, porque son organizaciones de trabajo y no máquinas de sufragio. Cada miembro tiene voto consultivo, pero no voto de decisión, el cual es sólo atributo nato del respectivo presidente responsable.



Los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las concepciones ideológicas suponen y proclaman su infalibilidad.



Ya es una consecuencia de la acción del movimiento nacionalsocialista el hecho de que, en la actualidad, todo género de asociaciones, sociedades y simples grupos, y si se quiere hasta «grandes» partidos reclamen para si el derecho de adjudicarse la palabra «völkisch» (racista).



En mis conferencias confrontaba ambos tratados, los comparaba, punto por punto, demostrando cuán inmensamente humano era en verdad el tratado de Brest-Litowsk frente a la inhumana crueldad del de Versalles. El resultado debió ser sorprendente. Traté el tema en asambleas de dos mil personas, donde a menudo se concentraba sobre mí la mirada hostil de mil ochocientos. Pero tres horas más tarde me vía rodeado de una muchedumbre poseída de
indignación sagrada y de furia inaudita. Una vez más se desarraigaba de los corazones y de los cerebros de miles una gran mentira para en su lugar quedar inculcada una verdad.
Estas asambleas tuvieron para mí, además, la ventaja de haber ido yo adaptándome poco a poco al carácter de un orador de grandes mítines; se me había hecho corriente, el tono patético y la mímica que se requiere para hablar en una gran sala ante un auditorio integrado por miles de seres.



El orador tiene en el auditorio al cual se dirige un punto permanente de referencia, siempre que sepa leer en la expresión de sus oyentes hasta qué punto estos son capaces de seguirle y comprender sus ideas y que sepa ver también si la impresión y el efecto producido por sus palabras, conducen al propósito deseado. El escritor, en cambio, nada sabe de sus lectores. En consecuencia, no podrá concentrarse a un determinado público situado al alcance de sus ojos, sino que deberá dar a sus exposiciones un carácter general.



Corresponde plenamente a la falta de sentido práctico de la mentalidad alemana, la creencia de que lógicamente el escritor tiene que ser de inteligencia superior al orador.



Como brillaban los ojos de mis muchachos cuando les explicaba la necesidad de su misión y les recalcaba que la mayor sabiduría del mundo será siempre inútil mientras no se halle respaldada por una fuerza que la proteja y defienda, y que la dulce diosa de la paz puede aparecer sólo al lado del dios de la guerra, como que toda obra grande de esa paz, necesita la protección y el apoyo de la fuerza.



La cuestión de nuestra bandera, es decir, lo relacionado con su aspecto, nos preocupó por entonces muy intensamente. De todos lados recibíamos sugestiones bien intencionadas, pero carentes de valor práctico. Por mi parte me pronuncié por la conservación de los antiguos colores, no sólo porque, como soldado, son para mí lo más sagrado de la vida, sino también por su efecto estético ya que mejor que cualquier otra combinación armonizan con
mi propio modo de sentir. Yo mismo, después de innumerables ensayos, logré precisar una forma definitiva: sobre un fondo rojo, un disco blanco y en
el centro de éste, la cruz gamada en negro. Igualmente, después de largas experiencias, pude encontrar una relación apropiada entre la dimensión de la bandera y la del disco y entre la forma y tamaño de la swástica. Y así quedó.
Inmediatamente se mandaron confeccionar brazaletes de a misma combinación para nuestras tropas de orden, esto es, un brazalete rojo sobre el
cual aparece el disco blanco y la swástica negra. También la insignia del partido fue creada siguiendo las mismas directrices.
En el verano de 1920 lucimos por primera vez nuestra bandera.
Correspondía admirablemente a la índole de nuestro naciente movimiento: jóvenes y nuevos eran ambos.
¡Y es realmente un símbolo! No sólo porque mediante esos colores, ardientemente amados por nosotros y que tantas glorias conquistaron para el pueblo alemán, testimoniamos nuestro respeto al pasado, sino porque eran también la mejor encarnación de los propósitos del movimiento. Como socialistas nacionales, vemos en nuestra bandera nuestro programa. En el rojo, la idea social del movimiento; en el blanco la idea nacionalista y en la svástica la misión de luchar por la victoria del hombre ario y al mismo tiempo, por el triunfo de la idea del trabajo productivo, idea que es y será siempre antisemita.



el Estado nacionalsocialista jamás será creado por la voluntad convencional de una «cooperativa nacionalista», sino sólo gracias a la férrea voluntad de un movimiento único que sepa imponerse por encima de todos los demás.



El primer fundamento inherente a la noción de autoridad es siempre la popularidad. Pero una autoridad que sólo descansa sobre este fundamento es en extremo débil, inestable y vacilante. De ahí que todo representante de una autoridad cimentada exclusivamente en la popularidad; tenga que esforzarse por mejorar y asegurar la base de esta autoridad mediante la formación del poder.
En el poder, esto es, en la fuerza, vemos representado el segundo fundamento de toda autoridad; desde luego, un fundamento mucho más estable y seguro, pero siempre más eficaz, que la popularidad. Reunidas la popularidad y la fuerza, pueden subsistir un determinado tiempo y con esto, se crea el factor tradición que es el tercer fundamento que consolida la autoridad. Sólo cuando se aunan los tres factores; popularidad, fuerza y tradición, puede una autoridad considerarse inconmovible.



Cada pueblo, en su conjunto, consta de tres grandes categorías: por una parte, un grupo extremo formado por el mejor elemento humano, en el sentido de la virtud y que se caracteriza por su valor y su espíritu de sacrificio; en el extremo opuesto, la hez de la humanidad, mala en el sentido de ser el espécimen del egoísmo y el vicio. Entre ambos extremos, se sitúa la tercera categoría, que en la vasta capa media de la sociedad, en la cual no se refleja ni deslumbrante heroísmo, ni bajo instinto criminal.



Para el futuro de la humanidad, no radica la importancia del problema en el triunfo de los protestantes sobre los católicos, o de los católicos sobre los protestantes, sino en saber si la raza aria subsistirá o desaparecerá.



El cometido de la propaganda, consiste en reclutar adeptos, en tanto que el de la organización es ganar miembros.
Adepto a una causa, es aquel que de clara hallarse de acuerdo con los fines a que tiende la misma; miembro es el que lucha por ella.



No por virtud de ardorosas protestas, sino por la acción de una espada de golpe contundente, vuelven al seno de la patria común los países oprimidos.
Forjar esta espada es obra de la política interior del gobierno de una nación: garantizar ese proceso y buscar aliados, es tarea que incumbe a la política exterior.



Sólo un territorio suficientemente amplio, puede garantizar a un pueblo la libertad de su vida. Además, no hay que perder de vista que, a la significación que tiene el territorio de un Estado como fuente directa de subsistencia, se añade la importancia que debe reunir desde el punto de vista político-militar.
Aún cuando un pueblo tenga asegurada la subsistencia gracias al suelo que posee, será necesario todavía, pensar en la mane ra de garantizar la seguridad de este suelo; seguridad, que reside en el poder político general de un Estado,
el cual depende, a su vez, en gran parte, de la posición geográfico militar del país.



El hecho de que un pueblo llegue a apoderarse de una extensión territorial excesiva, no supone el reconocimiento perpetuo sobre la misma. Ello pone, a lo sumo, en evidencia la fuerza de los conquistadores y la impotencia de los conquistados. Y solo en esta fuerza reside el derecho de posesión. Del mismo
modo que nuestros antepasados no recibieron como don del cielo el suelo sobre el cual vivimos, sino que lo ganaron con riesgo de su vida, así también no será por concesión graciosa por lo que nuestro pueblo obtenga, en el futuro, el suelo y con él, la seguridad de su subsistencia; sino únicamente por obra de una espada victoriosa.



El testamento político de la nación alemana, para su conducta de política externa, ha de rezar lógicamente como sigue:
No tolerar jamás la formación de dos potencias continentales en Europa.
Ver siempre el peligro de una agresión contra Alemania en cualquier tentativa de organizar ante las fronteras alemanas una segunda potencia militar, aunque sólo fuese en forma de un Estado capaz de llegar a serlo, y ver también en ello, no sólo el derecho, sino también el deber de impedir por todos los medios y hasta valiéndose del recurso de las armas, la creación de tal Estado, y si éste ya existiese, destruirlo sencillamente. Velar por que la potencialidad de nuestro pueblo no resida en dominios coloniales, sino en el suelo patrio del continente mismo. No considerar jamás asegurado el Reich, mientras éste no sea capaz de darle a cada nuevo descendiente de nuestro pueblo, a través de los siglos, la parcela que le corresponde. Finalmente, no olvidar nunca que el más sagrado de los derechos sobre la tierra, es el derecho al suelo que se quiere labrar con el propio esfuerzo, y el más sagrado de los sacrificios la sangre que por ese suelo se vierte.



Lo que colocará a Mussolini entre los grandes hombres de la Historia, es su inquebrantable resolución de no haber tolerado el marxismo en Italia y haber salvado a su patria, al destruir el internacionalismo. ¡Cuán diminutos aparecen, en comparación con él, nuestros actuales pseudoestadistas en Alemania!



El día en que el marxismo haya sido anulado en Alemania, sus cadenas quedarán rotas para siempre. Jamás —a través de nuestra Historia— fuimos vencidos por nuestros adversarios, sino eternamente por nuestros propios vicios y por enemigos cobijados por nosotros mismos.



 ¡No se libertan los pueblos por la inacción, sino mediante sacrificios!

















Comentarios

Entradas populares de este blog

A GRANDES RASGOS: TALES DE MILETO

Publicación de amor y fe